Martín el
Guardián en
La aventura
comienza en Sumer
Resumen
entrega anterior: Martín viaja con Gabur a la ciudad de Nippur, dos mil
quinientos años Antes de Cristo. Buscan a Ku Baba, el sacerdote que les hará
entrega de la segunda hoja del Rollo de Barsalnunna. Pero de pronto, Martín
siente una voz que lo llama…
2
Abrió los
ojos, sobresaltado por el inesperado grito.
–¡Martiiiiín! ¡Martiiiiín! Ya tienes que dormir.
–Estaba
durmiendo, mamá –se quejó, incorporándose en la cama con somnolencia. Con
disgusto notó que llevaba una hamburguesa aplastada adherida a la manga de su
camiseta.
–Buenas
noches, querido.
Su madre
volvió a cerrar la puerta y el muchacho apagó la luz.
No sabía
dónde marcar el río que Beranda Harpyia, la profesora de Geografía, le
indicaba. Martín miró disimuladamente por sobre su hombro a sus compañeros, en
busca de ayuda, pero ninguno le prestaba atención; chicas y muchachos charlaban
quedamente sobre sus cosas, en pequeños grupos. Se mordió los labios de
impotencia y pesadumbre, volviéndose hacia el gran mapa que colgaba sobre la
pared. Ni siquiera se burlaban de él porque no sabía la lección, como hacían
con otros. Simplemente lo ignoraban; y eso era lo peor.
Martín
cursaba el primer año de secundario en un colegio a pocas cuadras de su casa,
donde concurría gran cantidad de alumnos. Había terminado el séptimo grado el
año anterior en otra escuela y era nuevo en ésta, así como todos sus
compañeros; si bien algunos ya se conocían por haber cursado juntos la
primaria. En su caso, sin embargo, no era así. Desconocía a todos al ingresar
el primer día de clases y nada era diferente a casi tres meses de haber
comenzado.
Con el
contundente aplazo que la profesora Beranda Harpyia le colocó Martín regresó a
su banco, cabizbajo. Ese sería otro día que luego querría olvidar
–Ya te
irá mejor la próxima vez –murmuró una voz por detrás de él.
Se
encogió de hombros, sin condescender a mirarlo. Si sólo se trataba del Nofre…
Su
compañero no insistió.
Su nombre
era Manuel Navarro pero a algún ingenioso se le había ocurrido llamarlo alguna
vez, con actitud mordaz, "Nofre", abreviando la frase "No frenó
y se cayó", en alusión a un diente que se le había partido al darse un
golpe tras una corrida; la falta del canino se la habían reemplazado por una
brillante corona plateada. Desde entonces sus compañeros se referían a él de
aquella manera.
Era un
chico agradable pero Martín no lo contaba entre sus amigos. A decir verdad
Martín no tenía ningún amigo y eso lo afligía secretamente. Envidiaba con
intensidad a dos o tres de sus compañeros más populares y hubiera dado lo que
fuese por ser como ellos, o por lo menos que ellos se fijaran en él. Pero a
diario comprobaba que no sucedía así y por tal motivo detestaba ir a la
escuela. Y no porque se burlaran o lo tomaran de punto para sus bromas, como
hacían a veces con Nofre, sino porque, mucho peor aún, francamente lo ignoraban.
Si hablaba en la clase su voz quedaba perdida bajo la inmediata intervención de
otro; si se acercaba a algunos en el recreo a entablar una conversación le
respondían con las dos o tres palabras necesarias y luego el grupo, por un
motivo u otro, se disolvía rápidamente y él quedaba nuevamente solo.
No se
encontraba entre los alumnos más aventajados a los que todos recurren a fin de
pedir ayuda; ni era el peor de la clase al que se identifica por ese motivo y
se intenta cada tanto socorrer cuando se juega el pase de año. No llamaba la
más mínima atención en deportes ni tenía especial talento en ninguna otra
materia. Era siempre mediocre en todo y jamás se destacaba en nada.
Ni
siquiera las chicas se fijaban en él.
Martín
garabateó cualquier cosa en su carpeta, abatido, con los ojos castaños
doloridos y enrojecidos por el esfuerzo de evitar las lágrimas. Disimulaba
estar muy ocupado para que nadie se fijara en él, no fuera cosa que justamente
en ese momento alguien lo hiciera. Lo que menos quería ahora era que se
percataran de su llanto.
Solo
Nofre se le acercaba cada tanto para hablarle así, espontáneamente. Pero no se
podía decir que fuera muy popular y por ese motivo a Martín no le complacía
afianzar una amistad con él. Nofre se destacaba por ser muy buen alumno, pero
habitualmente se comportaba de manera algo timorata por lo que no tenía mucho
crédito entre sus compañeros. A veces se burlaban de él, a causa del diente; y
otras veces se le acercaban cuando necesitaban ayuda en alguna materia. Pero de
no ser así, y esto era lo más frecuente, lo dejaban también solo.
La mañana
transcurrió con lentitud pero terminó finalmente y al mediodía Martín caminó
con paso cansino hacia su casa. Almorzaría allí antes de retornar al colegio
para las clases de la tarde.
Su madre
no se hallaba presente pero le había dejado preparado algo de comer. Martín
tomó el plato y salió de la cocina. Raramente su padre o Quintín iban a la casa
a esas horas, por lo que se apropió momentáneamente del control remoto del
televisor de la sala.
A las
tres, sin noticias de su familia, caminó las pocas cuadras que lo separaban del
colegio. Por la tarde concurría a los Talleres. El colegio ofrecía cuatro
opciones, de las cuales él había elegido dos: Carpintería, con el simpático
profesor Esteban Quito; y Arte y Manualidades, con una profesora excéntrica y
disparatada llamada Dolores Mora. También tenían las clases de Educación
Física, dos veces por semana.
Martín
avanzaba con desgano. Era una tarde soleada y tranquila de junio. Los Aguirre
vivían en un bonito barrio de Buenos Aires que en horas de la siesta se
entregaba a la quietud; pero unas cuadras más allá la ciudad parecía otra:
activa, exaltada, con un ritmo electrizante. Los autos avanzaban rápidamente aprovechando
la sincronización de los semáforos y los colectivos arremetían unos contra los
otros.
Dobló la
última esquina. Varios muchachos y chicas con sus uniformes de gimnasia, igual
que él, surgían en pequeños grupos desde diversas direcciones rumbo a la puerta
del colegio. Se acercaban riéndose y charlando animadamente sin prestarle
demasiada atención al entorno.
Se sintió
absurdamente humillado por ingresar solo y lo hizo cabizbajo. Siempre había
deseado participar de un almuerzo común con amigos antes de regresar al colegio
pero nunca le llegaba a él la oportunidad. Envidiaba a todos los que lograban
cumplir con ese sueño y más de una vez se detenía a imaginar qué charlarían,
cuáles serían las bromas y qué gusto tendría una pizza compartida.
No era
muy bueno en deportes por lo que, cuando Pancracio Cubertin, el fornido
profesor de Educación Física, llamó para jugar un partido de vóley, Martín
prefirió pasar desapercibido escondiéndose en el tumulto del grupo, dejando
delante a los más entusiastas por participar. El resto se fue luego a hacer
gimnasia al salón y hacia allí fue Martín, feliz de no tener que hacer el
ridículo en el campo de juego.
Luego
tuvo clases con Dolores Mora y se aburrió soberanamente esculpiendo en cerámica
un portalápices.
Horas más
tarde todo había finalizado; había sido, como anticipara, un día para el
olvido.
Martín
sacó la llave del bolsillo de su campera ansiando esfumar el recuerdo del
colegio en el refugio de su hogar. Al entrar se encontró con su hermano
Quintín. Quintín era cuatro años mayor que él y treinta centímetros más alto.
Jamás le prestaba demasiada atención; ni siquiera se dio vuelta a mirarlo al
sentir abrirse la puerta de calle. Se hallaba sentado frente al televisor de la
sala comiendo las sobras del almuerzo.
Martín
murmuró un tímido hola y se alejó, rondando algunos minutos por la casa. No
tardó mucho en reaparecer otra vez, dispuesto a hablar con su hermano.
–¿Dónde
está mamá? –le preguntó
–Empezó
un curso de armado de pantallas para lámparas –respondió Quintín tranquilamente
sin dejar de masticar ni de mirar la tele.
Martín
dudó unos segundos sobre lo que haría entonces. Podría buscarse algo de comer y
quedarse en su dormitorio, pero aún era muy temprano como para acostarse. O
podría permanecer en la sala soportando el irritante cambio continuo de canales
de su hermano mayor con el control remoto. Por de pronto, se encaminó a la
cocina.
–¿Quieres
comerte esto? –Quintín, masticando aún, lo detuvo ofreciéndole su plato a medio
terminar–. No creo que encuentres otra cosa. Mamá no dejó nada preparado.
Quintín
resultaba muchas veces fastidioso pero en ocasiones lo conmovía con gestos como
ese. Martín aceptó el plato y se sentó junto a él.
Vieron
una película por casi dos horas y luego se engancharon con el canal de
caricaturas, riendo y haciendo comentarios graciosos ante las desventuras de
sus personajes. Ni cuenta se dieron del tiempo transcurrido hasta que sus
relojes marcaron simultáneamente la medianoche.
–¡Qué
tarde que es! –exclamó Martín–. ¿Por qué no volvió papá?
–Creo que
tenía una cena con un cliente –su hermano se encogió de hombros sin manifestar
preocupación o extrañeza por esa ausencia.
–¿Y mamá,
cuando regresa?
–No lo
sé. ¿Por qué no te vas a dormir? Mañana tienes que ir al colegio.
–Y tú
también, ¿por qué no te vas a dormir tú?
–Porque
yo no soy un nenito de doce años. Pero vamos, que yo ya me voy a mi cuarto
también –Quintín se incorporó y apagó el televisor. Martín lo imitó y se alejó
bostezando; estaba realmente cansado.
Encaminándose a su cuarto, sonrió; había disfrutado esas horas en
compañía de su hermano, los dos solos comiendo cualquier cosa y riendo las
bromas tontas de los dibujos animados. Si por lo menos fuera siempre así... Si
por lo menos, ante la ausencia cada vez
más frecuente de sus padres pudiera estar seguro de poder contar en cada
ocasión con su hermano... Necesitaba confiar en que alguien lo esperaba al
regresar del colegio para compartir un momento agradable y divertido.
Avanzó
por el pasillo hacia su dormitorio, bostezando repetidamente y estirando los
brazos por detrás de la espalda.
Al
llegar, abrió la puerta de su habitación.
Gabur se
dio vuelta en cuanto sintió la corriente de aire que agitaba las llamas de las
velas. Martín cerró la puerta mientras el anciano hacía lo mismo con un grueso
libro, dejando a un lado su lectura.
–Te
fuiste muy rápido el otro día –comentó Gabur simplemente.
El muchacho
abrió la boca para contestar "Mi mamá me despertó" pero consideró que
aquella respuesta sonaba demasiado absurda y mientras cavilaba alguna otra
excusa razonable hizo una serie de sonidos incoherentes y gesticulaciones
vagas.
–¿Lo
viste a Ku-Baba? –preguntó entonces, cambiando sin disimulo de tema.
–No, ya
se había retirado del templo. Pero es imperioso que lo encontremos pronto y que
recuperemos ese Documento –Gabur lo miró entonces fijamente–. ¿Vendrás conmigo?
–preguntó.
Martín
supo exactamente a qué se refería y se ruborizó, avergonzado. Gabur no había
olvidado su exabrupto en Sumer y ahora quería asegurarse de que él aceptaba ser
parte de esa aventura. Martín vaciló; pero fue sólo por un segundo. Porque a
pesar de la desazón de no comprenderlo todo, sabía perfectamente lo que quería
hacer.
–Por
supuesto –exclamó el muchacho.
Gabur
sonrió complacido y se puso de pie.
–¿Vamos?
Más que a
una pregunta sonó a exigencia.
El grueso
de la población ya se había levantado y comenzado sus tareas, aunque aún no
había amanecido completamente. Una luminosidad blanca anunciaba la llegada de
una mañana que prometía ser calurosa; multitud de pájaros ya ensordecían el
ambiente. Las mujeres se encaminaban hacia sus casas transportando los cántaros
con agua fresca que habían ido a sacar de los pozos y los niños corrían junto a
ellas, arremolinando la tierra, disfrutando las horas antes del ingreso a
clases.
Cuando el
sol despuntó totalmente se escucharon vigorosos los sones de trompeta con que
los sacerdotes elevaban la oración de adoración, rogando por un día apacible.
Sin
embargo se percibía en el aire una excitación especial, creciente a medida que
corrían los minutos. Hombres y mujeres se reunían en corrillo en las esquinas,
junto a las fuentes y en los umbrales de los negocios aún cerrados. Mantenían
conversaciones fugaces, los gestos tensos, recelosos, en un corto intercambio
de preguntas y respuestas; y luego se retiraban separándose con rapidez,
arrastrando las madres detrás de sí con violencia a los niños, que chillaban
caprichosamente.
–¿Qué
sucede? –Martín intentaba seguir el paso ligero del anciano pero lo sorprendía
el extraño comportamiento de la población y se retrasaba por observarlos.
Corrió para darle alcance–. ¿Qué sucede,
Gabur? –repitió.
–No lo sé
exactamente –Gabur fruncía el ceño, inquieto por indefinidos presagios.
–¿Por qué
no abren los negocios? ¿Es domingo?
–No,
hijo. No te demores; debemos hallar a Ku-Baba.
–¿Vamos
al palacio?
–Sí.
Entraremos por donde lo hicimos la vez pasada, por el patio de cargas. Ven.
Pero, a diferencia
de aquella tarde, ningún carro aguardaba su turno para ingresar. No había
tráfico en la calle principal ni junto al imponente edificio. Gabur se dirigió
con ansiedad hacia el portón pero un guarda lo interceptó impidiéndole el paso.
–Está cerrado
–informó con brusquedad. Portaba una lanza que sostenía amenazadoramente.
–Es
imperioso que vea al Sumo Sacerdote Ku-Baba –imploró Gabur–. Déjame pasar,
soldado.
–Imposible, anciano. El palacio ha sido cerrado. Nadie sale, nadie
entra.
No hubo
caso. El soldado informó que ni aún él mismo podía ingresar; su misión era
custodiar las puertas desde el lado externo. Dentro, una gran patrulla armada
garantizaba la vida de los hijos del rey, sus concubinas, sacerdotes y
ministros.
–¿Cuál es
la amenaza, soldado? –preguntó entonces Gabur–. Los rumores llegan como oscuras
bandadas de malos augurios...
–El
ejército de Akkad avanza hacia Nippur, anciano. Que los dioses nos protejan...
Gabur
agachó la cabeza y se retiró de allí con premura, siguiendo la pared de roca
del palacio sobre la cual apoyaba su mano a fin de sostenerse, pálido por la
noticia.
–¡Gabur!
¿Qué es lo que está sucediendo? –interrogó Martín.
–Llegan
los acadios, Martín. ¡No nos queda ya tiempo! Yo sabía que esto sucedería pero
creí que aún faltaba para esa hora... ¡Debemos llegar hasta Ku-Baba a toda
prisa! Entraremos por el lado del templo, ven, apresúrate.
–¿Quiénes
son los acadios, Gabur? Me suena conocido el nombre, pero... no creo que sean
los de un grupo de rock, ¿no es cierto? Cerca de casa hacen recitales de grupos
de los más pesados y hasta los "maxiquioscos" de 24 horas cierran. La
gente les teme, corren si ven un grupo de fanáticos y prefieren no salir de sus
casas, como parece que están haciendo estos sumerios ahora... ¿Son como un
grupo de rock, esos acadios....?
Gabur lo
miró de reojo y lo interrumpió con un rudo gesto de impaciencia.
–¿No has
leído mucho sobre historia de la humanidad, no es cierto?
Martín se
sonrojó de vergüenza sin replicar y permaneció callado largo rato.
Rodearon
el edificio y llegaron hasta los portones del Templo, en el zigurat.
Supuestamente los enormes postigos se encontraban firmemente atrancados por
dentro pero Gabur no perdió tiempo en ellos y comenzó a tantear en las rocas de
las paredes vecinas hasta provocar finalmente un chasquido. –Esta puerta está
abierta, entremos –exclamó Gabur, y empujando con el hombro la puerta secreta
disimulada en la roca, ingresaron al edificio. El anciano, tras ellos, volvió a
dejar la pared tal como estaba.
El
interior del templo resultaba sobrecogedor; era amplio y de techos muy altos y
escalonados; lo habían ornamentado en mármol blanco y piedras preciosas y se
hallaba iluminado por innumerables teas aunque la luz del sol pronto comenzaría
a entrar a raudales por las elevadas ventanas.
Dos
leones de bronce de gran tamaño, con las fauces abiertas y en posición
amenazadora, guardaban la figura del dios Enlil, divinidad de la tierra. Otras
esculturas en piedra representaban a los dioses y diosas menores. Los dos
altares para sacrificios se ubicaban al frente.
Martín se
frotó los antebrazos. Allí dentro hacía un frío glacial. El recinto se
encontraba completamente vacío y sus pasos resonaron en la inmensidad mientras avanzaban.
–Por
aquí, vamos –Gabur lo guió por un pasadizo oculto que partía de entre las patas
delanteras de uno de los leones.
Desembocaron en una habitación extensa y agradable, con dos pequeñas
ventanas que daban al exterior. No había nadie aguardando, pero Martín no
estaba preparado para encontrar allí lo que sí había: cuatro mesas ocupando
cada esquina y una quinta mesa, cuadrada, en el centro. Un pequeño globo
terráqueo, una gran pecera, miles de fotos y una bella mesa vacía.
Sorprendido, Martín lanzó una exclamación.
–¡Es
igual a la tuya, Gabur! –y luego de un instante preguntó, intrigado–: ¿Por qué,
qué significa todo esto?
Gabur
sonrió suavemente.
–Finalmente notas que todo tiene un significado, hijo mío.
–Si lo
tiene, dime, ¿cuál es?
Gabur
hizo un instante de silencio. Luego se fue acercando a cada mesa, señalando y
tocando los objetos; y le explicó:
–Todo lo
que ves es la representación de la Sabiduría.
"Mira este globo terráqueo, Martín. Es nuestro mundo conocido.
Creemos que es todo y sin embargo es pequeño en comparación con la grandeza que
lo rodea y que aún desconocemos. Es donde vivimos, hijo; no sólo me refiero a
nuestro planeta, la Tierra, sino a todo lo que llamamos el cosmos.
"Esa mesa y lo que hay en ella, entonces,
representa el espacio donde vivimos, Martín.
"Luego, aquí, el agua que da la Vida. La vida se originó en el
agua, Martín. Así que todo proviene de ella, y todo va hacia ella y necesita de
ella. El agua es imprescindible; sin ella es impensable que algo pueda existir.
La pecera entonces, nos recuerda la posibilidad de la Vida.
"En
esta otra mesa llena de imágenes se nos muestra el hombre y su evolución: sus
hijos, sus obras a través de todas las épocas, su progreso y su crecimiento.
Esta mesa nos representa entonces el transcurrir de la vida, el paso del
tiempo.
"Y
por último, esta mesa...
–No
sostiene ningún objeto –interrumpió Martín–. ¿Por qué? ¡Es una mesa tan
extraña...!
–La
cuarta mesa –explicó Gabur–, refleja lo que cada uno intenta ser y cómo lo va
logrando... Las vivencias, los deseos, las búsquedas, el esfuerzo con que cada
uno crece es lo que va forjándonos año tras año, y así, como esta mesa, uno se
transforma en alguien distinto a todos,
conformando su cuerpo y su alma como mejor pueda y más le plazca.
"Pero lo más importante –continuó el sacerdote acercándose a la
mesa del centro y apoyando el Rollo en ella–, es que en el centro de todo, en
el centro del mundo, de la vida, de la historia y de ti, existe el conocimiento
absoluto del sentido de la vida.
"Entendiendo el Sentido de la Vida, entendiendo el sentido de tu
propia vida, serás feliz. Ese conocimiento es el eje central y primordial de la
existencia. Y ese es el conocimiento que encierran las palabras del Rollo de
Barsalnunna."
El
silencio se hizo profundo.
Luego
Martín habló con cierta intranquilidad en la voz.
–Pero,
entonces, Gabur, ¿yo nunca seré feliz?
–¡Martín!
¿Por qué preguntas eso, querido muchacho?
–Es que
yo no entiendo lo que dice el escrito de Barsalnunna. Y tú dices que solo
conociéndolo seré feliz.
–Martín,
Martín –Gabur lo miró cariñosamente–. ¿Acaso no te has dado cuenta aún? Tú eres
uno de los Elegidos...
–Nunca
fui el elegido en nada. ¿Qué sentido tiene serlo?
–Tú serás
capaz de leer el escrito de Barsalnunna algún día. De ti dependerá, luego, lo
que hagas o dejes de hacer con ese conocimiento. Y en función de tus elecciones
serás o no feliz. Pero sabrás del sentido que tiene tu vida más que cualquier
otro muchacho.
–¿Y por
qué no puedo entenderlo ahora?
–Es mejor
así, te lo aseguro –afirmó entre dientes Gabur.
–¿Qué
tiene de bueno que no pueda leerlo en este momento? ¡Yo quiero saber qué dice! –se encaprichó el
muchacho.
–Ya te
expliqué que estas hojas tienen un poder especial, inestimable –replicó con
vehemencia el anciano–. Como debemos llevar estos Documentos a lugar seguro
necesito alguien que, en principio, no comprenda lo que lee, para evitar la
tentación del dominio absoluto que se desprende de sus palabras; sería
catastrófico que hicieras uso de ese conocimiento sin comprender las
consecuencias de su utilización –le aseguró meneando la cabeza–. Pero también
necesito que luego puedas ir dilucidando su significado –agregó con tono más
calmo–, para asegurarme de que el Escrito quede en buenas manos. Será necesario
que comprendas sus palabras y te comprometas a hacer buen uso de sus poderes.
Tú luego serás el portador del Rollo de Barsalnunna, Martín –reveló Gabur
señalándolo enérgicamente con el dedo–. Ya verás: te llamarán Martín el
Guardián –le anticipó, sonriéndole.
–¿Yo...
yo seré...? –se atragantó Martín ante esa noticia–. ¡Pero... eso no es posible!
–exclamó sacudiendo la cabeza–. No sé si yo puedo quedarme con esos papeles si
son tan importantes. ¿Por qué no los conserva tu amigo, el sacerdote Ku-Baba?
–Él es el
sumo sacerdote de Nippur y su edad ya no le permite alejarse de aquí –respondió
Gabur–. Tú y yo nos ocuparemos de llevar el Documento a Kish. Allí quedará a
resguardo algún tiempo más. Luego te harás cargo de él.
–¿Por qué
no te los quedas tú?
En ese
momento la puerta se abrió y ambos miraron con premura hacia allí. Avanzaba
hacia ellos un hombre sumamente anciano, algo encorvado por los años. Vestía
una túnica gris refulgente como la plata, similar a la de Gabur, acompañada por
un manto pesado y lujoso colgando de sus hombros, que se arrastraba por el
suelo al caminar. En la cabeza lucía una
mitra repujada.
El recién
llegado los observó fijamente. Sus ojos eran negros y las pobladas cejas
reforzaban la mirada aún enérgica. La cabellera y la barba abundantes y blancas
le daban al Sumo Sacerdote de Nippur un aire de sabio justo y venerable que
obligaba a la reverencia.
No
demostró sorpresa al descubrirlos allí sino que se acercó serenamente a Gabur.
Los dos ancianos se saludaron efusivamente sin palabras.
Luego Gabur
adelantó a Martín hacia el sacerdote.
–Él es
Martín, Ku-Baba. Será el Guardián del enigma.
Ku-Baba
lo observó largamente con mirada escrutadora, durante tanto tiempo que Martín
comenzó a removerse nervioso, desviando su mirada.
El
anciano de Nippur finalmente habló.
–Muchacho, que el Ser Supremo te dé fortaleza y te cobije en su paz.
Ku-Baba
entonces se alejó unos pasos. De entre sus ropas extrajo un pergamino sujeto
por un lazo de cuero, que entregó sin preámbulos a Gabur. Este lo tomó y
enrollando juntas las dos hojas las guardó finalmente entre los profundos
pliegues de su túnica.
–Los
acadios avanzan rápidamente –comentó entonces Ku-Baba dándoles la espalda y
acercándose a observar por la ventana–. El rey ya ha salido con su ejército;
intentarán detenerlos antes de que invadan el valle pero no contamos con
fuerzas suficientes. Se han mandado mensajeros solicitando el apoyo de los
reyes de las ciudades vecinas pero me temo que sus hombres no lleguen a tiempo.
–Debemos
apresurarnos, entonces –exclamó Gabur por toda respuesta.
–Diríjanse a la puerta que se abre hacia el olivar. Estimo que no
tendrán inconvenientes para salir. Háganlo lo antes posible para que la noche
los encuentre protegidos en el monte. No pierdan tiempo. Que la fortuna los
acompañe.
Ku-Baba
se volvió y ambos ancianos nuevamente se saludaron en silencio y con afecto, en
una larga despedida. Luego Ku-Baba regresó a su silenciosa contemplación a
través de la ventana.
Gabur
hizo un gesto a Martín para retirarse de allí, indicándole que primeramente se
despidiera del sacerdote. El muchacho denegó enérgicamente con la cabeza y con
ademanes reiterados quiso hacerle entender a Gabur que no se atrevía a
perturbar la concentración del Sumo Sacerdote, que no sabía qué decirle y que
mejor se fueran de allí sin más. Después de todo, Ku-Baba ya no les prestaba la
más mínima atención.
Pero
Gabur insistía con rotundos ademanes en que se le acercara y se despidiera.
Finalmente entonces, viendo que no lograba nada con seguir negándose,
Martín se acercó al eminente sacerdote. Valía más terminar pronto con aquello.
–Adiós,
che –exclamó el muchacho dándole al mismo tiempo una vigorosa palmada en el
hombro.
Ku-Baba
pegó un espectacular respingo, se sobrepuso, y comenzó a murmurar unas palabras
de despedida; pero ya Martín se había alejado corriendo de su lado, horrorizado
ante la posibilidad de haberle provocado un paro cardíaco.
Gabur y
Martín regresaron por el mismo pasillo que habían transitado al ingresar y
salieron del templo sin problemas. La ciudad estaba inusualmente silenciosa y
los negocios permanecían cerrados.
–Debemos
encontrar alguien que nos venda algo de carne, hortalizas y frutas –explicó
Gabur al muchacho mientras avanzaban por la callejuela desierta–. El camino a
Kish nos llevará varias jornadas. Necesitaremos comida, agua y abrigo.
Conseguiremos unas pieles. Iremos caminando; tardaremos más pero será más fácil
escondernos que de ir con una mula. Con los acadios amenazando y los bandidos
rondando por el monte, mejor será no arriesgarse demasiado.
–¿Bandidos? –Martín repitió la palabra con voz algo temblorosa–. ¿Hay
ladrones por aquí?
–Viven en
los alrededores, en las grutas de las laderas del monte. No creo que nos molesten
a nosotros, un viejo y un niño. Generalmente atacan las caravanas, las
carretas, las manadas de bueyes. No temas, no nos pasará nada. Ven, veamos si
nuestro amigo Uzúm puede ayudarnos.
–¿Trajiste más tizas?
–No.
Luego veremos con qué le pagamos.
Uzúm les
abrió la puerta luego de asegurarse de que nadie más ingresaría con ellos.
Luego de admitirles el paso volvió a ajustar la desvencijada tabla con barras
transversales. No era mucha defensa ya que la tabla no cubría todo el hueco,
pero oficiaba claramente de barrera de contención y si por sí sola resultaba
una frágil prohibición de ingreso, el gesto fiero y el enorme garrote en la
mano de Uzúm hubieran disuadido hasta al más osado de ingresar sin permiso.
El
posadero los proveyó de todo lo necesario y les dio alimento como para una
semana. También comieron y bebieron algo allí mismo, descansando unos breves
minutos antes de emprender la travesía.
–¿Qué le
vas a dar? –murmuró Martín, inquieto porque llegaba la hora del pago y,
nuevamente, no tenían dinero. Uzúm mismo se mostraba ansioso por conocer lo que
Gabur le ofrecería esta vez y deambulaba en torno a ellos en inútiles
quehaceres.
El
anciano sacerdote se incorporó.
–Uzúm,
amigo. En retribución a tu hospitalidad y generosidad quiero darte a conocer el
secreto de la preparación de un manjar con el que podrás deleitar a tus
huéspedes e incrementar tu riqueza. Escúchame –y ante la vigilante y ceñuda
mirada de Uzúm, le explicó como preparar queso.
–¿Eso
resulta sabroso? –preguntó el desconfiado posadero luego de escucharlo sin
interrupciones durante algunos minutos.
–Haz como
te he dicho y verás lo que resulta.
Uzúm lo
meditó unos segundos, sin estar convencido de dejarlos partir.
–¿Y si no
resulta?
–Si no te
da resultado y consideras que mi deuda no ha sido saldada te doy permiso para
deshonrar mi nombre en la comunidad. Búscame como se busca a un ladrón y yo me
consideraré un ingrato.
Uzúm se
rascó la cabeza con ademán pensativo; Gabur lo sorprendía, ya que se jugaba el
honor asegurando que su fórmula sería un éxito.
–De
acuerdo, anciano. Te dejaré partir ya que has pagado tu deuda con tus palabras.
Cuando regreses a Nippur te convidaré un tazón de... ¿cómo se llama lo que me
dijiste?
–Queso. Y
no podrás darme un tazón, porque luego de cuajarla, la leche del tazón se habrá
espesado lo suficiente como para cortarla con un cuchillo. Me darás una tajada
de queso.
Uzúm
volvió a rascarse la cabeza y luego la enmarañada barba, perplejo, y finalmente
les permitió marcharse.
Gabur y
Martín se encaminaron hacia la puerta Sur con sus pieles y víveres, ansiosos
por iniciar el trayecto a Kish. El muchacho llevaba al hombro un atado con
comida y sus ropas del siglo XXI; había cambiado su atuendo por la ropa típica
de un muchacho sumerio: una túnica morada sujeta con un cinto de cuero, y un
turbante cubriendo su cabeza; pero se había negado terminantemente a
desprenderse de sus zapatillas para ir descalzo. Gabur, impaciente por partir,
no había insistido demasiado. Él, por su parte, había extendido sobre su
cabellera blanca la capucha de su toga plateada y llevaba a la espalda el fardo
confeccionado con el manto de piel.
El centinela los dejó pasar encogiéndose de
hombros; tenía órdenes de no permitir la entrada a nadie, mas no le habían
informado sobre qué hacer si algún par de insensatos, ante el peligro
inminente, deseaba alejarse de la protección que otorgaban las murallas de la
ciudad.
El camino
que comenzaron a recorrer era de tierra seca, sinuoso y polvoriento, y un par
de kilómetros más allá se elevaba para cruzar las colinas verdes y
florecientes. El sol aún no había llegado a lo alto del cielo y como ellos
avanzaban hacia el sudeste contemplaban claramente su fulgor trepando por el
firmamento, mientras arrastraban sus largas sombras por detrás.
La mañana
avanzó más rápido que ellos con su travesía. Iniciaron el ascenso por la suave
pendiente bajo un sol alto e implacable, en silencio durante varios minutos.
–¿Cuándo
llegaremos a Kish? –preguntó Martín secándose el sudor de la nuca y el cuello
con una mano.
Gabur
sonrió ante su impaciencia.
–Acabamos
de iniciar la jornada, hijo. Calculo que llegaremos en cuatro jornadas más.
–Ah,
bueno, cuatro jornadas...; eso está bien –repitió distraídamente el muchacho,
absorto en la contemplación de un cielo azul límpido y unas colinas de un verde
sedoso, a lo lejos. Pero, al cabo de unos instantes preguntó:– ¿Y eso cuántas horas son?
–Tú lo
llamarías cuatro días.
–¡Cuatro
días! ¡Cuatro días caminando! ¡No lo puedo creer! ¡Yo no puedo estar cuatro
días enteros caminando! –se escandalizó Martín deteniéndose en seco.
–No
caminaremos durante todo el tiempo. En algunos momentos pararemos a descansar,
a comer y a dormir. –Gabur luego soltó una risita y lo miró de soslayo–. ¿En
qué has pensado cuando te dije cuatro jornadas?
–Pensé
que se trataba de cuatro horas –confesó Martín reiniciando su camino–; o a lo
sumo cuatro etapas: caminar, descansar, comer y luego llegar... ¡Jamás se me
hubiera ocurrido caminar cuatro días para llegar a ninguna parte! ¿Es que no
existen los trenes o las carretas o algo así en este lugar?
Gabur
simplemente lanzó otra de sus risitas, sin decir palabra.
–¿Y a qué
hora nos detendremos a comer? ¿Hay posadas por aquí? –continuó Martín al poco
rato.
–No existen
posadas en el camino que seguiremos. Cuando tengamos ganas de comer nos
sentaremos bajo los árboles a saborear el pan, la carne y las hortalizas que
Uzúm nos ha vendido.
–Ah,
haremos un pic-nic –Martín lo consideró unos momentos con agrado–. No está mal
la idea, nunca fui a un pic-nic. Y eso de pagarle con una receta de cocina a
Uzúm fue grandioso, pero me parece que lo estafamos...
–No lo
creas. En realidad, se hará rico. Él fabricará ese queso y acumulará con su
venta una fortuna.
Martín
hizo un gesto de desconcierto y continuó avanzando varios minutos más, callado.
–¿Qué
hora es, Gabur? –preguntó luego.
–Son las
últimas horas de la mañana, hijo mío.
–Sí, pero
¿qué hora es? ¿Las once, las doce...?
–No lo
sé. Es casi el medio día...
–¿Los
sumerios no usan reloj?
–Calculan
las horas por la posición del sol, pero ellos no calculan minutos ni segundos
–explicó Gabur.
–¿No
tienen reloj ni calendario ni nada de eso? –se extrañó Martín.
–Como
calendario usan un sistema de medición del tiempo que depende de las siembras y
las cosechas –respondió el anciano esforzándose en la subida–. No es preciso ni
eficiente pero les alcanza –agregó con un ligero encogimiento de hombros. Luego
continuó:– Actualmente los que tienen un buen calendario, casi tan perfecto
como el de tu tiempo, son los egipcios. Hace ya varias generaciones sus
excelentes astrónomos han instituido el calendario en base a sus observaciones
solares. Es algo sorprendente, pero tiene sus fallas; calculan un año de 365
días.
–¡Eh,
pero eso está muy bien! ¡Si el año tiene 365 días! –saltó Martín–. ¿Por qué
dices que están equivocados?
–Mmm
–Gabur se mesó la barba, sonriendo con algo de duda–. Es que tienen pequeñas
dificultades con ese calendario.
–¿Por
qué?
–Dime,
¿en qué estación del año crees que estamos: invierno, primavera, verano...?
–preguntó Gabur por toda respuesta.
–Yo diría
que en verano, hace mucho calor...
–Exacto,
estamos en verano, muy pronto comienzan las cosechas de esta época –aseveró
Gabur–. Todos sabemos que estamos en verano, y sin embargo en Egipto, que hace
tanto calor como aquí, sus calendarios señalan que estamos en pleno invierno.
–Los
egipcios están chiflados, entonces –concluyó Martín con firmeza.
–No, hijo
–rió Gabur–. Es que aún no calcularon que el año tiene un cuarto de día más que
los 365 días; es decir que no han estipulado un año con un día de más cada
cuatro años; entonces sus fechas se van corriendo paulatinamente de estación a
razón de un cuarto de día de error por año. Ahora creen que el mundo ha sido
castigado por los dioses y que realmente estamos en invierno, como indica su
calendario, pero que nos parece verano por juego o capricho de los dioses.
–Realmente, esos egipcios están locos –sostuvo Martín sacudiendo
perplejo la cabeza–. ¿No puedes ir tú a explicarles lo que sucede? Les falta
agregar el año bisiesto.
–No,
Martín –respondió severamente Gabur–. No puedo intervenir en su cultura ni en
la de ningún otro pueblo... Además, no creo que me den una buena acogida
–agregó con una mueca.
–¿Por
qué?
–Porque
no toleran a los viejos –exclamó Gabur–. Para ellos la ancianidad es
denigrante, es una anormalidad, una deformidad. Llegar a viejo es como una
deshonra o un castigo. Tendrías que verlos –continuó–, es un pueblo de gente
hermosa y joven, pero muchos lo son a base de técnicas que considerarías
increíbles y medicamentos extraordinariamente avanzados para su época, que
utilizan para permanecer jóvenes y bellos. Hombres y mujeres se practican sin
ningún pudor cirugías de todo tipo... Se realizan estiramientos faciales, en
cuellos y en manos. Usan tinturas para el cabello e implantes de cabello
natural... Su búsqueda de la eterna juventud les ha dado algunos éxitos
sorprendentes y numerosos resultados patéticos. Son amantes vanidosos de su
belleza corporal.
–¡Eh,
pero eso es igual que ahora! –respondió Martín. Luego, confundido, intentó
corregirse–. Es decir, como después, en el futuro...
–Sí, hijo
mío, así es. Nada de tu tiempo es tan novedoso, a decir verdad –asintió su
compañero.
–A mi
abuela le encantaría estar aquí si es que tienen métodos tan buenos para
rejuvenecer –exclamó Martín, pensativo–. Se la pasa tiñéndose el pelo y
estirándose la cara. Ahora que lo pienso, es cierto: el perfil de mi abuela se
parece a los dibujos de los egipcios antiguos: el pelo le comienza casi a media
cabeza, hacia atrás, porque tiene la piel de la frente tan estirada...
Continuaron por el camino, accidentado y pedregoso, en silencio. Al cabo
de un rato hicieron un alto para almorzar, protegidos bajo la sombra de un
bosquecillo. Bebieron con agrado la fresca agua que llevaban en un cuero
apropiado y comieron algo de carne fría y pan. Gabur dormitó algunos minutos y
luego se pusieron nuevamente en marcha.
–Gabur,
¿por qué estoy acá? –reinició Martín sus preguntas.
–Porque
eres quien guardará el Documento de Barsalnunna, Martín –respondió Gabur
precediéndolo por el sendero.
–¿Y por
qué yo?
–¿Y por
qué no tú? –Gabur le lanzó una rápida e inquisitiva mirada.
El
muchacho se encogió de hombros mientras hacía un esfuerzo por subir una parte
del camino particularmente difícil.
–Es que
yo no sirvo para nada, Gabur –objetó luego.
–¡Pero
hijo! ¿Cómo se te ocurre pensar así de ti? –exclamó Gabur, deteniéndose y
girando tan súbitamente que Martín casi choca con él.
–Es la
verdad –murmuró el muchacho; y para evitar los ojos escrutadores de su amigo se
puso a contemplar un achaparrado arbusto que de pronto le parecía sumamente
interesante–. No soy bueno en nada: ni en el colegio, ni en deportes y ni
siquiera tengo amigos... –continuó con voz plañidera.
El
anciano lo miró con profundo afecto y sonrió divertido; pero antes de que
Martín captara su gesto le dio una palmadita en el hombro y se puso nuevamente
en marcha.
–Entiendo
que te pese esa situación pero debes estar convencido de que puede cambiar
–exclamó con tono serio.
–No lo sé
–lo interrumpió Martín con aspereza avanzando tras él–. Los chicos de mi edad
son como los egipcios con los ancianos. Al chico que ven diferente a ellos lo
tratan mal, como si fuera anormal.
–Si te
consideran diferente o tú te ves diferente al resto es porque descubres en ti
algo que te convierte en único, en original –replicó Gabur con voz suave.
–No sé si
quiero ser tan único –replicó un tanto molesto, Martín–; quiero ser como
todos...
–No hay
una persona igual a otra, en su interior. Se podrán imitar gestos, costumbres,
maneras de actuar, vestirse o hablar, pero el alma de cada uno es tan personal
y sagrada que es vano querer modificarla en un intento de ser aceptado por los
demás.
–Bah, eso
es sólo un sermón –gruñó Martín quebrando concienzudamente algunas ramas a su
paso–. Yo sí quiero ser aceptado por mis compañeros. Jamás se lo dije a
nadie, pero es así.
–No
intento sermonearte, hijo –objetó Gabur con delicadeza–. Me parece bien que
quieras ser aceptado. Pero debes reconocerte diferente sin ningún tipo de
vergüenza y disfrutar de esa diferencia. ¡Eso es lo que te hace único y
especial! ¡Eres único, Martín, y así es como sirves para todo lo que te
propongas! –le aseguró.
–Pero yo
quiero tener amigos... Si soy tan diferente nadie querrá ser mi amigo...
–murmuró abatido Martín.
–Intenta
ser como realmente eres y verás que eso es lo que la gente valora –respondió
Gabur con convicción. Luego se mantuvo unos segundos en silencio, jadeando a
causa de la subida. Después continuó:–
Pero no seas mezquino con quien quiera ser tu amigo, no escatimes tu
amistad; no desprecies a nadie. Todos tenemos defectos y cometemos errores,
hijo, pero entre amigos la mirada debe estar puesta en la riqueza interior y no
en sus faltas.
Martín se
mantuvo callado escuchando muy atentamente; sentía que comprendía algo nuevo y
que esa esperanza daba ligereza y calidez a su corazón.
El día
fue pasando sin contratiempos mientras seguían subiendo por el escarpado
sendero. De tanto en tanto se detenían a descansar, lo cual sucedía cada vez
con mayor frecuencia; el anciano por sus años y el muchacho a causa de su escasa
resistencia física jadeaban y arrastraban los pies, agotados. Pero ya faltaba
poco por llegar: frente a ellos se alzaba la meseta de olivares donde
pernoctarían. Haciendo un considerable esfuerzo en el último tramo, llegaron a
destino. Unos pájaros ocultos en la enramada de los árboles anunciaban con gran
clamor el inminente fin del día.
–Hemos
llegado. Descansaremos aquí –anunció Gabur, depositando con un gran suspiro su
fardo–. Buscaremos hojas para recostarnos; ve, hijo, trae esas ramas de allí.
En poco
tiempo habían arreglado dos jergones, donde se reclinaron a comer algo
apresuradamente. Se sentían totalmente exhaustos y aún antes de que anocheciera
por completo quedaron profundamente dormidos.
CONTINUARÁ…
SEGUNDA ENTREGA
Martín el Guardián en
La aventura comienza en Sumer
por María de la Paz Perez Calvo
Resumen entrega anterior: Martín está
cansado de estudiar. Al quedarse dormido, viaja a una extraña Biblioteca donde
encuentra a Gabur, una anciano que le habla de un documento secreto, poseedor
de poderes, invitándolo a ir con él a buscarlo a Sumer, miles de años atrás.
Martín miró atónito y presa de pánico la multitud
que de pronto transitaba a su alrededor. El gentío se movía caótica y ruidosamente
bajo un sol de fuego; unos transportando sus animales por delante de la vara
con que los guiaban; otros conduciendo a los gritos las carretas de bueyes
rebosantes de fardos; los perros chumbaban, las gallinas cloqueaban en sus
jaulas de mimbre; tinajas de vino daban tumbos en el empedrado y nadie se
molestaba en poner orden. El calor era tan sofocante que dificultaba la
respiración y no ayudaba en nada la nube de polvo que se levantaba al paso.
Gabur le
dirigió una rápida mirada.
–¿Has viajado
bien? –le preguntó.
Martín,
incapaz de comprender exactamente a qué se refería, murmuró algunas
incoherencias. Gabur, al parecer satisfecho, comenzó a caminar cubierto con su
capucha y apretando la túnica contra sí.
–¡Gabur!
–lo llamó Martín, sacudiéndole una manga–. ¿Dónde estamos?
–En
Sumer, en la ciudad de Nippur –respondió el anciano sin detenerse. Se
encaminaba hacia una posada señalizada con un cartel indicador de buena comida
y un lecho de descanso.
–¡Cómo!
¿Qué hacemos en Nippur? –inquirió sorprendido Martín mirando con ojos
desorbitados cómo la gente y los carros lo esquivaban casi en el instante del
choque.
–En
principio, comeremos algo –explicó serenamente su compañero–. Allí.
Una tabla
astillada y vacilante sobre sus goznes daba entrada al mesón. Adentro estaba
fresco; las paredes eran de ladrillos desnudos y húmedos. Las mesas se
componían de gruesos troncos cortados al medio, unidos entre sí de a dos o de a
tres, colocados casi a ras del suelo. Los comensales se recostaban a comer
directamente sobre la tierra o sobre las pieles que eran tanto abrigo como
envoltorio de sus pertenencias.
Un olor
dulzón y desconocido cosquilleó con fuerza la nariz del muchacho, haciéndolo
estornudar.
Los pocos
huéspedes se percataron entonces de su presencia en el umbral y les lanzaron
una mirada torva pero continuaron engullendo sus víveres. El que parecía ser
dueño del lugar se incorporó y les abrió los brazos indicando que pasaran. Era
extremadamente alto y fornido y a diferencia de los demás llevaba una abundante
barba.
–Sean
bienvenidos, forasteros. Uzúm será su servidor para lo que deseen –los acompañó
hasta una de las mesas junto a la que Gabur se reclinó y Martín, imitándolo en
todo aún anonadado, hizo lo mismo.
Uzúm
palmeó sus manos y una muchacha surgió desde la trastienda calladamente,
portando una fuente con frutas.
–Ordena,
anciano, lo que desees y Uzúm será feliz en complacerte –continuó el mesero–.
Haré traer para ti y el muchacho panes con cebollas, carne ahumada con las más
finas hierbas, deliciosas hortalizas, jarras de cerveza de trigo y vino,
dátiles y miel.
–Uzúm,
que los dioses premien tu hospitalidad –exclamó
Gabur–; el muchacho y yo beberemos tu cerveza de trigo y tu vino y
comeremos tu pan.
El mesero
se inclinó en una leve reverencia y se marchó.
–Gabur
–Martín se inclinó por sobre los troncos hablando en un rápido y atemorizado
susurro–. Gabur, ¿qué hacemos aquí?
Se
hallaba asustado y desconcertado. Los hombres eran extraños y toscos, tenían
prominentes ojos y llevaban la cabeza y el rostro afeitados. Había cuatro o
cinco en aquel lugar, un poco más allá, gruñendo con sorda rudeza ante algunos
comentarios de su conversación y arrancando ferozmente trozos de carne y de
pan. No les prestaban mayor atención que a las moscas del lugar pero Martín no
se sentía muy seguro en su presencia.
La
muchacha regresó prontamente con varios cuencos rebosantes de carne humeante,
legumbres, una jarra de cerveza tibia para él, una vasija de vino espeso para
el anciano. El pan olía sabrosamente.
–Come,
hijo –señaló Gabur, hincando prontamente el diente.
Martín
comprobó que, en efecto, desfallecía de hambre y consideró que, aún con la
aprensión de no entender qué le sucedía ni dónde se hallaba, bien podía darse
el lujo de comer algo. Posó su mirada sobre la comida; pero al no poder
identificar claramente lo que le habían servido, por un instante añoró las
hamburguesas congeladas de su madre. Tímidamente arrancó con los dedos, así
como hacían todos, un trozo de carne asada y lo probó.
–No está
tan mal –confesó al rato, hablando con la boca repleta de comida.
Gabur
alzó su copa de vino también con los carrillos llenos y lo invitó a beber.
–Esto es
cerveza caliente –exclamó Martín al levantar la jarra hasta sus narices y
haciendo un gesto de repugnancia.
–Es
suave, hijo. Bebe un poco.
La
cerveza era dulzona y agria. Le provocó un fuerte ataque de tos y Gabur tuvo
que palmearle la espalda repetidas veces hasta que se recompuso.
–Es un
asco –moqueó el muchacho en cuanto pudo respirar, con el rostro aún enrojecido
por el ahogo. Gabur pidió para él un poco de agua y continuaron con su
almuerzo.
Las
legumbres estaban crudas pero sabrosas, aunque prefirió no probar las que
desconocía. Comió los dátiles y la miel y se devoró los panes.
Recostado
sobre un brazo tal como viera que los otros comensales hacían, Martín
descansaba escuchando sin prestarle mucha atención la suave música que la
muchacha desprendía de las cuerdas de un extraño instrumento. Afuera el sol
ardía sobre el camino y refulgía en las paredes blancas de cal, cegando a los
transeúntes; pero allí dentro la frescura y la media luz eran amigas que
invitaban a quedarse.
–Estamos
en Nippur, en el año cuatro del reinado de Iku-Shamagán, lo cual corresponde a
unos dos mil quinientos años antes de Cristo –comenzó Gabur en voz muy baja,
saciado su hambre.
–¿Y cómo
llegamos aquí?
El
anciano lo observó de soslayo.
–No lo
recuerdas, ¿cierto?
Martín movió
la cabeza negativamente esperando con ansia una respuesta. Pero Gabur no dio
muestras de querer explicarle. El anciano continuó mordiendo lentamente su pan.
–Gabur,
¿nosotros ya nos conocíamos? –inquirió al rato el muchacho con cierto
desasosiego. Había algo en todo aquello que le resultaba inexplicable. Vagos
recuerdos y experiencias pugnaban por manifestarse claramente, sin conseguirlo.
Necesitaba imperiosamente una explicación pero no sabía bien sobre qué.
El
anciano tardó unos segundos en responder.
–¿Qué es
lo que exactamente deseas saber, hijo?
–Estábamos en ese extraño cuarto...
–El
Cubículo.
–Tú me
recordabas... Pero yo a ti, no... ¿Nos habíamos visto antes?
–Sí,
Martín.
–¿Y por
qué no lo recuerdo? ¿Por qué no sé cómo llegamos hasta aquí?
Gabur
dejó pasar algunos segundos antes de responder.
–En la
medida en que realices más viajes, tu memoria se hará más y más fuerte para
poder conservar tus experiencias –explicó–. Pero eso te llevará algún tiempo...
Es más, al principio comprobarás que lo olvidas todo. Si viajas poco por el
tiempo, olvidarás lo que sucede aquí. Pero si viajas y permaneces mucho fuera
de tu tiempo –se apresuró a agregar sacudiendo un dedo por delante de su cara–,
olvidarás lo que pasa allí…
–¿De qué
viajes estás hablando? –preguntó Martín temiendo que el anciano se hubiera
vuelto loco.
–Los
viajes para encontrarte conmigo o para viajar con el Rollo.
Martín
estaba perplejo y las palabras del anciano no lo ayudaban en nada para comprender.
Sacudió la cabeza, sumamente desconcertado.
–¿Y qué
hacemos aquí? –continuó preguntando–. ¿Cómo volveremos a casa? No creo que
tengan servicio de viajero frecuente hacia el futuro, je...
–Buscaremos a Ku-Baba; lo hallaremos en el palacio. Él nos dará la
segunda parte de lo que tú ya sabes…
–¿La
segunda hoja del Rollo de Barsalnunna, el del secreto de la existencia...?
–sopló en tono conspirador Martín.
–¡Shh!
¡No hables en voz tan alta! –le reprochó Gabur, observando inquieto a su
alrededor.
–Pero si
estamos murmurando...
–Es
demasiado peligroso conversar aquí, terminemos con esto y salgamos.
–¿Cómo
pagaremos la comida? Sólo tengo... bueno, no tengo nada a decir verdad –confesó
Martín tanteando sus bolsillos vacíos.
–No te preocupes –Gabur rebuscó en los
recovecos de su túnica por unos instantes y finalmente sacó unas cuantas tizas
blancas.
–¿Qué es
eso? Son tizas –preguntó tontamente Martín, respondiéndose a sí mismo–. ¿Para
qué necesitamos tizas?
–Para pagar
al posadero.
–¿¡Con
eso!? ¿¡Pero acaso no tienes dinero!? ¡Nos va a matar!
–Cálmate,
muchacho. ¡Posadero!
–¡Cómo
quieres que me calme, cuando este gigante nos va a matar aquí mismo! Nos
comimos un montón de cosas, esto debe salir... cuarenta o cincuenta pesos...
Pero, ¿acá usarán pesos? –se planteó, aturdido.
Uzúm ya
se inclinaba hacia ellos.
–Han
honrado la casa de Uzúm con su presencia, forasteros, y han alegrado su
corazón.
–Tu
hospitalidad ha sido grande y generosa, amigo Uzúm, y deseo recompensarte.
Gabur
abrió su mano mientras Martín se preparaba mentalmente para salir corriendo de
allí en caso de que las cosas se pusieran difíciles.
Al
principio Uzúm frunció severamente el ceño, desconfiado de que esos extraños canutos
blancos le compensaran el gasto de carne, hierbas y vino; y ya estaba por abrir
la boca para protestar cuando Gabur, sonriendo ampliamente, trazó una raya
sobre el tablón de la mesa.
Los ojos
de Uzúm y su boca se abrieron en completo asombro.
–¡Oh!
Los otros
huéspedes se incorporaron y rodearon la mesa del anciano y del muchacho,
mientras Gabur seguía dibujando la mesa con blancas líneas de tiza.
–¡Oh!
–exclamaron todos.
Gabur le
dio el trozo a Uzúm; éste lo estudió un momento y luego se puso a trazar
figuras con enorme entusiasmo. El anciano hizo un gesto a Martín para que se
incorporara y con cierta dificultad se puso de pie a su vez.
Uzúm se
inclinó nuevamente ante él, con profundo respeto
–Forastero, has honrado mi morada y has enriquecido mi corazón. Dime tu
nombre para que pueda recordarte en los días de sol y en las noches de
estrellas.
–Gabur es
mi nombre, amigo Uzúm. Toma, nuestro agradecimiento es sincero –y le dio al
fascinado Uzúm dos trozos más de tiza.
Dejando detrás de sí las reverencias del
posadero, Martín y Gabur se retiraron de allí.
–¡Pero
qué brutos que son! –exclamó Martín en cuanto pisó el empedrado de la calle–.
¿Cómo pueden ponerse así por un trozo de tiza? ¿Es que no tienen tizas en este
lugar? ¿Y por qué le diste más, si con una sola ya nos dejaba ir? Si la moneda
de ellos es la tiza, mejor ahorrémosla. ¿Cuántas tizas tienes?
–No tengo
más.
–¡Que no
tienes más! ¿Le diste todas las tizas? ¿Y cómo pagaremos ahora lo que
adquiramos?
–Eso ya
lo veremos. Escucha, en principio ellos sí tienen tiza, mucha a decir verdad.
–No
entiendo... si se pusieron como si fuera la primera vez que ven algo así.
–Tienes
razón, es la primera vez que ven la tiza así. Pero mira, dime ¿qué vez allí?
–¿Allí?
Nada, tierra.
–Exacto.
Tierra. Pero, ¿qué tiene de particular esta tierra?
Martín la
tocó y la dejó resbalar por entre los dedos.
–Es
blancuzca, como un polvillo.
–¡Exacto!
Es tierra arcillosa, Martín; eso es tiza. Utilizan la arcilla para confeccionar
tablillas donde escribir pero también comprobaron que con la misma arcilla se
puede escribir en tablas de madera o en rocas. Es aún dificultoso de
implementar en la vida cotidiana; y es más un juego de niños. A veces se reseca
tanto la tierra que es posible quitar trozos de arcilla y con ellos escriben y
hacen sus dibujos. Sin embargo nunca hasta hoy un sumerio ha visto la arcilla
preparada de esta manera, tal como la conoces tú.
–Entonces
a Uzúm le dimos la última novedad en inventos.
–Así es,
muchacho. Aquí abunda la arcilla y muy pronto idearán la manera de confeccionar
esta clase de tiza que no se deshace al transportarla ni entre los dedos al
escribir y cuyo peso y tamaño la hacen fácilmente manejable.
Gabur
continuó caminando en silencio algunos pasos y luego, sin mirarlo, habló
suavemente.
–Hemos
comido bien, hemos descansado y salido de la posada satisfechos. Con una tiza
le retribuimos el gasto de la comida y bebida, con la otra agradecimos el lugar
que nos brindó para nuestro reposo y con la tercera lo hicimos dichoso. Es
justo el pago por lo que nos dio, ¿no te parece?
Martín
intuyó que Gabur no esperaba una respuesta ante esa pregunta, por lo que
permaneció callado.
Corrían
las horas de la tarde y el movimiento de gente era incesante. Mientras caminaba
junto a Gabur, Martín se entretuvo contemplando a su alrededor. La ciudad
parecía ordenada y funcional: calles rectas, negocios agrupados en el centro, y
las casas de sus habitantes en las proximidades. Algunas viviendas se
encontraban abiertas directamente en las laderas de unas colinas aisladas que
limitaban por el norte la ciudad, pero en su mayoría eran unos edificios
rectangulares de ladrillo con una o dos ventanas, prolijamente adosados unos a
otros. En general todas las viviendas se hallaban por debajo del nivel del
camino; una serie de peldaños tallados
en la misma tierra, desparejos e inclinados, conducían al interior, y como los
umbrales eran estrechos y de baja altura era preciso inclinarse para poder
ingresar.
La calle
principal cruzaba justo por el centro de Nippur, dividiendo la ciudad en dos
partes exactamente iguales, y conducía al palacio que funcionaba como templo y
depósito de cereales al mismo tiempo. La ciudad se defendía rodeada por un alto
muro de ladrillos de casi dos metros de espesor y contaba con cuatro puertas de
acceso. Dos puertas daban directamente al valle y al río, otra hacia las
colinas y la última hacia el olivar. Cada puerta se hallaba fuertemente
vigilada por celosos y fornidos guardianes que se tomaban la atribución de
permitir o no el paso de las carretas o los caminantes.
Frente al
palacio, austero e imponente, se alineaban los pequeños comerciantes de
herramientas y utensilios domésticos fabricados en cobre, bronce o hierro; las
casas de préstamos; las tiendas de lana y especias; los carpinteros y
arquitectos, los talleres de arte y orfebrería; y el cirujano. Cada uno
ofertaba a voz en grito sus productos o las habilidades propias de su
profesión, parado en el umbral de sus pequeños cuartuchos oscuros. Golpeaban
unos sus vasijas para demostrar la firmeza del material en sus marmitas y
cucharas, sobresaltando a los distraídos; otro extendía ante cada transeúnte
los rollos de tela o la piel confeccionada, con el riesgo de hacer trastabillar
a más de uno. Las mujeres se detenían imprevistamente a curiosear y discutían
los precios. Un poco más allá el cirujano comentaba a voz en grito y a quien
deseara escucharlo que quitaba el dolor de muelas y aplicaba eficientes
cataplasmas de mostaza o pasta de aceitunas para diversos malestares.
Los
negocios se hallaban atiborrados de mercadería, por lo que algunos comerciantes
extendían hasta la calle su muestrario de objetos, intensificando el caos del
tráfico. A poco de allí funcionaba la feria donde se realizaban los más
variados intercambios. Todos llevaban algo para ofrecer: un buey, un cerdo,
pescado, granos, frutas, miel, leche o piedras preciosas; que se entregaban a
cambio de lo que necesitaban. Se hablaban a los gritos hombres y mujeres y más
de una vez se armaban trifulcas al no ponerse de acuerdo en los trueques.
Las
mujeres eran tan altas como los hombres pero mucho menos robustas. Usaban el
pelo suelto y largo, casi siempre cubierto por un ligero velo con el que
intentaban protegerlo del polvo que se levantaba al paso de las reses y de la
multitud. Vestían polleras de vivos colores, a cuadros, largas hasta media
pierna; y una especie de camisas de lino, de anchas mangas. En sus pies
calzaban sandalias de piel o cuero, como los hombres, aunque muchos de éstos
acostumbraban usar botas de esos mismos materiales.
Los
hombres se vestían con unas largas camisas que les cubrían hasta las rodillas.
Se ajustaban a la cintura una faja de cuero ornamentado, de la que pendía una
bolsa con los papiros o tablillas que acreditaban sus propiedades y el
certificado de granos depositados en el banco. No alejaban de sí tales
documentos ni aún para dormir.
Los
viajeros se distinguían prontamente pues llevaban sobre los hombros un manto de
piel o lana colocado de tal manera que formaba una especia de bolsa a sus
espaldas, donde transportaban lo necesario. Este manto cumplía las funciones de
ser mochila, abrigo y una cobija para dormir. Todos avanzaban de a pie ya que
las monturas no podían ingresar al centro de la ciudad. En los alrededores se
multiplicaban las guarderías de caballos, camellos y hasta elefantes.
Gabur
guió a Martín hacia el palacio, donde debían encontrar a Ku-Baba. Le señaló la
escuela, en la que permanecían los niños durante gran parte del día mientras
sus padres y madres cumplían con sus quehaceres; y le mostró un tugurio que
funcionaba como salón de juegos, donde varios hombres vociferaban y bebían,
apostando a diferentes juegos de dados sus propiedades y su fortuna.
Luego se
detuvieron unos segundos a distancia del templo para que Martín pudiera observarlo
plenamente. El edificio de forma rectangular con multitud de pequeñas ventanas
se complementaba con una torre en forma de pirámide escalonada a la que
llamaban zigurat. Era un edificio inmenso, sumamente bello y austero.
–Vamos
–indicó Gabur al muchacho.
Al
palacio ingresaba quien quisiera, por lo menos al sector que funcionaba como
tribunal, ministerio de finanzas y banco. Por dentro una serie de galerías
conectadas entre sí y que parecían formar un confuso laberinto, llevaba hasta
las diferentes oficinas. Gabur y Martín se dirigieron a un amplio patio
central, al que iban entrando, una tras otra, las carretas repletas de fardos.
En un perfecto orden de turnos los propietarios esperaban que un administrativo
procediera a evaluar la mercadería y considerara su precio. Este momento del
proceso provocaba agrias disputas ya que, si bien el valor de cada cereal
estaba estipulado oficialmente, de su calidad dependía el importe final y ésta
era determinada únicamente por el veedor.
De allí que más de una vez tuviera que intervenir un oficial del
orden para apaciguar los ánimos de algún
airado y estafado agricultor o que, más comúnmente, se practicara la encubierta
costumbre de arreglar con generosa estimulación un precio final razonable.
Acordado
el valor del grano los fardos eran transportados a la sala de cómputos.
Los
gritos arreciaban entonces. Más de uno iba por detrás de los indiferentes
cargadores propinándoles encendidos improperios por su desdén al manipular las
bolsas de las que se desprendían algunas semillas; y las recogían del suelo,
una por una, disputándoselas a las atrevidas aves que pululaban por doquier.
–¿Por qué
las levantan, si son tan poquitas? –se sorprendió Martín observando la escena.
–Es que
ahora las cuentan –replicó Gabur con una sonrisa divertida.
–¿Qué
dices? ¿Es que cuentan grano por grano? –exclamó con asombro el muchacho.
–Ahora
verás.
Ingresaron a una estancia siguiendo al grupo que cargaba las bolsas y a
su dueño. Dentro, el aire se encontraba viciado pues se cubrían todas las
rendijas por las que pudiera penetrar la más mínima ráfaga de viento. Un
intrincado sistema de platillos y balanzas ocupaba gran parte de la habitación.
Apretujados contra las paredes como el resto de los presentes, Martín y Gabur
observaron cómo los granos iban siendo echados, bolsa tras bolsa, dentro de un
gran embudo. Su peso impulsó en cadena el deslizamiento de platillos, que
subieron y bajaron sucesivamente con leve crujido de metales. Inmediatamente
desembocaron en una canaleta una serie de bolas de diferentes tamaños.
–Las
mayores indican el millón de granos. Las más pequeñas, en orden, los miles,
centenas, decenas y unidades –explicó Gabur al atónito Martín–. Ahí puedes ver
siete grandes, cinco más chicas, y las
siguientes unas más pequeñas que otras... Esa bolsa tiene siete millones
quinientos setenta mil cuatrocientos once granos de maíz.
–Increíble –murmuró el muchacho.
–Con este
aparato son capaces de hacer todo tipo de cálculos: sumar, restar, multiplicar,
dividir –se entusiasmó el anciano prestando atención a cómo un escriba anotaba
minuciosamente los resultados mientras se reiniciaba la operación con otro
fardo, luego de dejar caer los granos anteriores en una enorme tina.
–Es como
una computadora –exclamó Martín contagiado de su entusiasmo–. Estos sumerios no
son tan brutos después de todo.
–¡No sólo
no son brutos sino que su cultura es la cuna de la civilización del mundo!
–estalló Gabur. Un siseo vehemente lo hizo callar y decidieron retirarse de
allí–. Los grandes inventos tuvieron su origen aquí. ¿Sabías que fueron los
primeros en utilizar la rueda, la pólvora y el vidrio?
Martín
denegó y asintió a la vez con un enérgico gesto, deseando que Gabur no esperara
una respuesta. La verdad era que no sabía mucho de historia.
Mientras
hablaban, recorrían los pasillos comprobando que la tarde acababa; se notaba el
frenesí por terminar con las actividades del día. Algunas oficinas dejaban caer
sus cortinas notificando de este modo que ya no atenderían al público. Gabur
guió a Martín entre el gentío y el laberinto de corredores
–Y ya
verás cuando te muestre la increíble biblioteca que han erigido –continuó con
pasión el anciano–. Han escrito sobre todo aquello conocido hasta ahora: las
fábulas y parábolas que se transmitían oralmente, poemas y epopeyas, obras de
teatro, relatos de viajes y la historia de todos los pueblos conocidos, desde
los orígenes del tiempo hasta hoy. Han compaginado tratados de medicina,
ciencias, botánica, filosofía... ¡Hasta de astronomía, con una exactitud
pasmosa! Sí, ya la verás cuando lleguemos a Kish. Te aseguro que te
sorprenderás...
–¿A Kish?
¿Qué es eso? –se intrigó Martín.
–La
ciudad de Kish –le aclaró Gabur alzando las cejas, sorprendido por la pregunta.
–¿¡Es que
seguiremos viajando!? –se alarmó Martín–. ¡Yo tengo que volver a casa!
–No te
alteres, que no iremos hoy mismo –intentó sosegarlo Gabur–. Pasaremos la noche
en…
–¿Es que
no entiendes? –saltó Martín sin poder controlarse. Repentinamente la ansiedad
que le provocaba toda esa inesperada aventura, estar en Sumer sin comprender
cómo ni por qué, con Gabur y sus ideas extrañas, y con un Documento que, según
decía, confería súper poderes, fue demasiada para él–. ¡No quiero estar más
tiempo en este mundo! –gritó Martín con tono perentorio–. ¡Quiero que me saques
de aquí! ¡Además, tengo hambre! ¡Quiero una hamburguesa con papas fritas! ¡Y
estoy cansado de caminar!, ¡quiero un colectivo!
Gabur lo
contemplo un instante con genuino asombro y luego meneó la cabeza suspirando
pacientemente. Pero siguió andando y durante algunos minutos no se dirigieron
la palabra. Habían salido del palacio y ahora avanzaban por la calle colmada de
negocios que ya cerraban sus puertas.
La tarde
cayó tan rápidamente que asombró al muchacho la llegada repentina de la noche.
Comenzó a refrescar y la brusca diferencia de temperatura hizo tiritar a
Martín.
–Sé que
añoras tu mundo, hijo, pero no tardarás en regresar a él –afirmó Gabur de
pronto–. La culpa es mía si te has sentido incómodo, y te pido disculpas. Pero
mi intención fue que conocieras un poco mi tierra y mi época; y por eso nos
hemos demorado tanto.
"Ven
–exclamó seguidamente Gabur, girando con brusquedad en una esquina del
palacio–, buscaremos a Ku-Baba y nos iremos".
Se habían
internado por una calle desierta a esas horas; en el silencio percibían sus
pasos apagados. Pero imprevistamente Martín se detuvo y Gabur giró el rostro
hacia él arqueando las cejas.
–¿Qué
sucede ahora? –preguntó.
–No lo sé
–titubeó el muchacho desconcertado. Había sentido un grito agudo y penetrante,
como si lo llamaran desde alguna parte–. No lo sé...
CONTINUARÁ…
Martín el Guardián
en
La aventura comienza en Sumer
de María de la Paz Perez Calvo
1
La
única luz en la habitación provenía de una lámpara de escritorio iluminando una
figura desganada, inclinada sobre los libros; la cabeza ya pesaba sobre la
mano.
Martín Aguirre dejó el libro a un costado y
lanzó un suspiro lleno de amargura. Jamás memorizaría tantos nombres de ríos,
montañas y lagos en tan poco tiempo. Aquello resultaba algo absolutamente
imposible de lograr.
Sabía que tendría que haberse puesto a
estudiar desde el viernes pero eso hubiera arruinado indefectiblemente su fin de
semana. Aunque, si es que debía ser sincero, no habrían cambiado mucho las
cosas: realmente se había aburrido aquellos dos días sin tener nada interesante
que hacer.
Hastiado de su encierro Martín arrastró la
silla hacia atrás, se puso de pie y salió desperezándose de la habitación
dispuesto a tomarse unos breves minutos de recreo.
La puerta de su dormitorio se abría al
final del pasillo, el cual era el acceso obligado hacia el resto de la casa. Al
pasar junto a la puerta vecina la encontró abierta y curioseó a través de ella.
Divisó a su padre recostado sobre la cama, mirando absorto un programa de
preguntas y respuestas por televisión. Estaba solo. Su madre al parecer se
hallaba en la cocina. Desde allí llegaba gran estrépito de cucharas y cacerolas
y Martín no pudo evitar una mueca socarrona: aquel ruido era un vano intento
por simular que cocinaba, cuando seguramente cenarían hamburguesas congeladas
como casi todas las noches.
Avanzó unos metros más. La habitación de su
hermano Quintín estaba cerrada. Se hallaba confinado voluntariamente allí desde
la mañana y hasta el momento no había hecho acto de presencia. Martín se detuvo
junto a la puerta, escuchando; pero no percibió ningún ruido. Seguramente su
hermano mayor dormía. Mejor así; Quintín a veces era muy molesto.
Continuó su camino.
–¡Martiiiiín!
El grito penetrante y agudo de su madre lo
sobresaltó. Odiaba esa manera en que su madre lo llamaba. Ahora bien, la señora
Aguirre tenía por costumbre encargarlo de las tareas más fastidiosas que puedan
imaginarse y Martín no estaba con ánimo de ocuparse de nada más: el estudio
había acabado con todas sus fuerzas. Lentamente volvió sobre sus pasos
regresando con sigilo hacia su cuarto; fingiría no haberla escuchado.
–¡Martín! ¡Martiiiiín!
Si la dejaban, su madre podía permanecer
por horas gritando de esa manera.
–¡Martiiiiín!
Martín, ya casi cruzando el umbral hacia su
cuarto, terminó girando sobre sus talones sin ocultar su irritación y se
encaminó a la cocina mascullando su bronca. Al pasar nuevamente junto a la
habitación de su hermano la puerta se abrió con brusquedad y asomó una cabeza
ensortijada, absolutamente despeinada.
Los dos hermanos tenían un gran parecido:
los mismos rasgos en la nariz y el mentón, y el mismo hoyuelo sobre la mejilla
al sonreír; los ojos castaños eran similares, así como el cabello rubio oscuro.
Sólo que Quintín lucía una cabellera abundante en rulos, mientras que el pelo
de Martín caía completamente lacio sobre su nuca y su frente. La otra gran
diferencia consistía en los treinta centímetros que separaban a uno del otro y
de los cuales Quintín sacaba continua ventaja.
–¿¡Por qué me despiertan!? –tronó la voz de
Quintín. Vio a Martín cerca y sospechándolo culpable le propinó un puntapié que
el muchacho esquivó ágilmente; luego Quintín volvió a encerrarse en su
habitación tras dar un portazo, haciendo caso omiso de la mueca espantosa de burla
que le dirigía su hermano menor.
–Y es así, amigos, que el monstruo de
cabellera de serpientes regresa a su húmeda, espantosa y maloliente caverna
–comenzó a narrar Martín entre dientes reiniciando su camino. De alguna manera
la pequeña escaramuza con Quintín le había levantado el ánimo; aunque quizás,
de haber llegado el puntapié a destino, hubiera sentido diferente–. Ahora
nuestro valiente héroe, salvándose de su zarpazo mortífero, se encamina
victorioso hacia su futuro...
–¡Martiiiiín!
–… Donde lo esperan nuevas y pavorosas
aventuras por vivir... –concluyó resignado.
–¿Qué estás murmurando? –preguntó la señora
Aguirre al verlo ingresar en la cocina y dándole inmediatamente una fuente
llena de hamburguesas en pan–. Lleva esto a papi.
–Nada
–respondió tontamente Martín; su madre ya no lo escuchaba–. ¿Puedo yo también
comer alguna?
Al rato se encontraba nuevamente en su
habitación con una hamburguesa en cada mano. Se sentó sobre la cama comiendo a
dentelladas y miró a su alrededor. No tenía computadora ni equipo de música en
su cuarto, ni siquiera un mísero televisor. En una repisa acumulaban polvo unas
miniaturas de dinosaurio y unos alienígenas fosforescentes que encontraba en
los paquetes de papas fritas que compraba en el kiosco del colegio. Sobre el
escritorio se apilaban desordenadamente los libros de estudio y en la mesita de
luz guardaba dos de aventuras releídos incontables veces. Los miró y recordó
que sus padres, cada vez que salía el tema en alguna reunión, comentaban lo mucho
que él leía y se enorgullecían de eso; sin embargo, jamás se les había ocurrido
la posibilidad de comprarle algún otro libro para sumarlo a aquellos dos que ya
tenía.
Martín miró la hora. Era temprano; todavía
podía dedicarle algo más de tiempo a sus lecciones. Sin embargo, se acomodó
mejor sobre la cama.
Se dejó llevar por sus pensamientos hasta
que, poco a poco, se fue adormeciendo. Al cabo de unos minutos, en medio de su
somnolencia, escuchó que nuevamente lo llamaban, aunque no reconoció ni la voz
aguda de su madre ni la de su padre; por eso
se arrebujó mejor bajo las mantas dispuesto a no hacerles caso.
Sin embargo, aquella voz lo llamaba
imperiosamente...
La Biblioteca era inmensa y se hallaba
silenciosa y en penumbras. Los anaqueles llegaban hasta el techo, cubriendo las
paredes con volúmenes de todos los tamaños, algunos muy viejos y empolvados,
manchados por la humedad.
Martín, estupefacto, contempló con los ojos
muy abiertos a su alrededor. ¿Cuándo había llegado allí? ¿Y cómo lo había
hecho? ¿Y quién lo había llevado? ¡No podía recordarlo!
Comenzó a caminar, primero lentamente y, a
medida que pasaban los minutos, cada vez más rápido, girando por los pasillos,
llamando en susurros con ansiedad creciente a su padre o a su madre; o a
cualquiera… La Biblioteca parecía desierta. Solo sus pasos retumbaban en el
opresivo silencio. ¿Acaso…? Martín sintió que su corazón se paralizaba por un
angustioso instante y luego recomenzaba sus latidos, alarmado; y se lanzó a toda
carrera con los brazos en alto, aullando de terror. ¿¡Acaso estaba solo en ese
enorme, oscuro y escalofriante edificio!?
En medio de su desesperación vislumbró una
zona iluminada y encaminó su veloz carrera hacia ese lado. De haberse hallado
alguna persona por los pasillos, a la velocidad en que iba jamás hubiera podido
frenar a tiempo, y el encontronazo hubiera sido doloroso e inevitable.
Pero no se chocó con nadie y llegó sin
contratiempos hasta la zona de luz. Allí se detuvo, rechinando las zapatillas
en el suelo embaldosado, y miró nuevamente a su alrededor. En ese sector los
libros destellaban con brillos de intensos colores, produciendo un efecto bello
y sobrenatural.
A pesar de su apuro por escapar de la
Biblioteca Martín permaneció quieto y maravillado. El extraño fulgor que
desprendían todos aquellos volúmenes era fascinante. Los lomos y las tapas
estaban dibujados con extraños símbolos y grandes letras brillantes que se
entrecruzaban unas con otras. A poca distancia atrajeron su mirada unos
libracos pesados y antiguos de lomos de cuero oscuro trabajados con piedras e
hilos de oro y plata, que centelleaban con gran belleza. Con curiosidad se
inclinó para observarlos de cerca pero de pronto se irguió con un respingo de
susto al escuchar una voz.
–Pertenecen al siglo XV; literatura alemana
–explicó tranquilamente un anciano, mientras descendía ágilmente por la
escalerilla que utilizaba para llegar a los estantes superiores–. Una de las
primeras antologías de poemas y fábulas compiladas por Gutemberg y Juan Fust.
Fust realizó ese delicado trabajo de la tapa. Una obra de arte. No exagero al
decirte, Martín, que estos libros son una joya literaria y de orfebrería –el
anciano acarició el lomo con delicadeza y sonrió, deteniéndose junto al muchacho–.
Me pareció escucharte gritar –agregó con cierta malicia. Y quedaron mirándose.
El anciano, más alto que Martín, lucía una
túnica brillante como la plata que le cubría desde la cabeza hasta los pies,
aunque en aquel momento la capucha se hallaba volcada sobre sus espaldas,
dejando al descubierto la abundante cabellera. La barba blanca y espesa le daba
un aire patriarcal. Sus ojos eran muy oscuros y contemplaban a Martín con
benevolencia mientras sonreía.
Hubo unos incómodos minutos de silencio.
–¿Quién eres tú? –atinó a preguntar Martín
al cabo de ese tiempo, mirándolo con estupor.
El anciano pareció sorprendido.
–¡Cómo...! ¿Y tú lo preguntas? –pero
cambiando de tema bruscamente sacó con rapidez de algún lugar de su túnica un
pergamino y lo abrió delante del muchacho, sosteniéndolo con ambas manos–.
Mira, mira esto. ¿Qué lees?
Martín retrocedió unos pasos ante su
urgencia pero el anciano acercó aún más el pergamino a su rostro. Contempló
entonces lo que parecía ser un rancio y grueso papel con los extremos curvos
como si permaneciera comúnmente enrollado, escrito con unos extraños y pequeños
arabescos que ocupaban algo más de media hoja.
–¿Qué es esto? No leo nada –replicó.
–¡Perfecto! –el anciano se mostró
complacido–. ¡Perfecto!
Y guardó el pergamino, luego de enrollarlo
velozmente, en algún bolsillo oculto por los pliegues.
–Vamos –le dijo luego a Martín, alejándose
con premura.
De una mesa cercana que el muchacho hasta
ese entonces no había advertido tomó una enorme farola y la proyectó hacia
adelante. Martín dudó unos instantes en seguirlo, pero al comprobar cuán
rápidamente la enorme Biblioteca comenzaba a ser tragada por las sombras,
quedando oscura y escalofriante, se apresuró a colocarse a su lado.
Fueron atravesando el inmenso edificio,
zigzagueando por entre los abarrotados anaqueles. Luego cruzaron un arco que se
conectaba directamente con un pasillo abovedado.
–¿Adónde vamos? –preguntó el muchacho,
observando cómo las siluetas de ambos chocaban, vacilantes, sobre el rocoso
suelo y las paredes desnudas. El pasillo era muy frío y tiritó. Mirando por
sobre su hombro, hacia atrás, no logró ver nada. Por delante se abría, del
mismo modo, un aprensivo pozo negro. Con disimulo se tomó de un pliegue de la
túnica que ondeaba libremente por detrás a cada paso del anciano.
Estaba a punto de repetir su pregunta
cuando su compañero respondió.
–Vamos al Cubículo.
Martín entonces abrió la boca para
preguntar qué cuernos era un cubículo pero no dijo palabra y se encogió de
hombros. Después de todo ignoraba muchas cosas y no le haría ningún daño
desconocer una más.
Continuó caminando en silencio.
–¿Ya sabes cómo me llamo? –inquirió
súbitamente el anciano.
No, por supuesto que no lo sabía pero
Martín dijo absurdamente lo primero que se le ocurrió.
–¿Gabur?
–Claro, hijo. Soy Gabur.
El anciano no pareció inmutarse por el
acierto, por lo que él tampoco manifestó sentirse sorprendido.
–Llegamos, Martín.
Se detuvieron frente a una imponente puerta
labrada de roble macizo y Gabur sacó de un bolsillo de sus ropas una larga y
herrumbrada llave que colocó en una cerradura disimulada entre las molduras de
la madera.
A pesar de su aspecto tan pesado la puerta
se abrió con absoluta suavidad, sin hacer el menor ruido. Daba paso a una
estancia muy amplia iluminada por numerosas velas que centellaron ante la
corriente de aire. El anciano indicó amablemente a Martín que ingresara y cerró
tras de sí echando llave.
–No debiste dejar las velas encendidas si
no ibas a permanecer aquí –le reprochó Martín seriamente, mirando a su
alrededor–. Podría haberse provocado un incendio.
–Es cierto, siempre lo olvido. Ya no
volverá a suceder.
Gabur se dirigió ansioso al centro de la
habitación.
Mientras tanto el muchacho, que se había
detenido junto a la puerta, contemplaba aquel lugar, tan distinto a todo lo que
alguna vez hubiera visto. Las paredes blanquecinas no sostenían adornos de
ninguna clase, ni ventanas. El único resquicio por donde se filtraba el aire
consistía en una claraboya a la altura del techo.
No había más que la singular distribución
del mobiliario para fijar la vista: reluciendo bajo las velas que portaban las
lámparas que pendían del techo, se encontraban cuatro mesas, una por cada
esquina de la habitación. Cada una de las mesas era diferente a las otras en su
forma y tamaño. Sólo la quinta mesa, la del centro, resultaba ser cuadrada y de
la altura adecuada.
En el rincón Sur una mesa sumamente alta y
redonda sostenía un pequeño globo terráqueo del tamaño de una pelota de golf.
Martín se acercó a mirarlo. Increíblemente el mapamundi era perfecto, diseñado
con absoluta precisión. Distinguía países, mares y ríos diminutos y de haber
tenido una lupa hubiera podido leer los nombres de cada uno de ellos inscriptos
en su superficie.
La mesa del Oeste tenía forma rectangular,
angosta y larga, y patas macizas y cortas. Sobre sí descansaba una enorme
pecera que servía de morada a millares de peces de colores, algas y
corales.
Martín avanzó un poco más. La mesa
siguiente, la del Norte, resultó ser triangular, adosada al rincón. Se hallaba
atiborrada de imágenes: personas, objetos, edificios y lugares retratados en
reproducciones en negro y blanco que se apiñaban desordenadamente sobre un
tapiz en damero con los mismos colores. Martín las fue desplazando con las
manos, observándolas intrigado. Había tantas y de tantas épocas que sospechó
que seguramente encontraría alguna de sí o su familia. Pero no tenía paciencia
como para permanecer mirando una por una, y se alejó.
La mesa del Este, la más cercana a la
puerta, resultaba la más extraña de todas. Era una mesa sin forma, como si
hubieran olvidado concluirla. Poseía dos patas y aún así era firme y estable.
Su color resultaba indefinido, lo cual Martín atribuyó a la mala calidad de la
luz con que la miraba. Esta mesa se hallaba completamente vacía y guardaba en
sí una belleza difícil de explicar.
–Martín, hijo mío, ven aquí –lo llamó Gabur
con impaciencia.
En una quinta mesa, cuadrada, ubicada en
pleno centro de la estancia y flanqueada por dos sillas, Gabur había extendido
el pergamino que mostrara anteriormente al muchacho.
–Dime, Martín ¿qué lees? –y con un dedo
golpeó delicadamente la hoja.
Martín se inclinó acercando su cara al
escrito, frunciendo el ceño, durante algunos segundos.
–Ya te lo
dije antes: no leo nada –exclamó irguiéndose.
–Muy bien, muy bien –el anciano se restregó
las manos, sonriendo.
–No veo qué es lo que está bien –saltó
disgustado Martín, creyendo que se burlaba de él.
–Es que quedamos en que lo más conveniente
es que aún no puedas leerlo –replicó Gabur alzando las cejas con gesto
sorprendido.
–¡Yo nunca quedé en nada! –chilló Martín–.
Además, ¿qué importa si puedo leerlo o no? Son sólo dibujitos que no dicen
nada...
–Dicen, sí que dicen –Gabur rió suavemente
y le indicó que se sentara–. Veo que lo has olvidado. No te preocupes, te lo
explicaré nuevamente. Siéntate y cálmate, Martín. Dime, ¿qué ves? –y volvió a
colocar frente a sus ojos la hoja.
–¡No leo nada! –replicó aún molesto el
muchacho, mirando tozudamente hacia otra parte.
–No, no. No intentes leer. ¿Qué ves?
Por primera vez, aunque sólo de reojo
porque continuaba molesto, Martín se fijó con mayor detenimiento en lo que le
mostraban.
–Veo rayas, puntos y ángulos. Ya te lo
dije, allí no es posible leer nada –repitió con fastidio, y se encogió de
hombros.
–¡Ah! –Gabur suspiró y sacudió
delicadamente el escrito entre sus manos–. ¡Aquí se leen tantas cosas, que te
asombrarías! –Repentinamente se puso de pie y buscó entre sus ropas hasta
encontrar un lápiz y un cuadernillo. Luego volvió a sentarse frente al muchacho
y clavó sus ojos en él–. Este Documento guarda el secreto de tu vida –declaró.
–¿Que guarda qué? –balbuceó Martín con evidente estupor.
–Guarda el secreto de la Existencia. Te lo
explicaré.
"Los trazos de este Documento
corresponden a una escritura sumamente antigua, llamada cuneiforme, ideada por
los sumerios tres milenios antes de Cristo. Esta hoja corresponde al documento
de un rey, el rey Barsalnunna, quien transcribió, justamente para quien pudiera
interpretarlo, el secreto del sentido de la Existencia. Él era poseedor de ese
Conocimiento, el cual siempre fue transmitido oralmente a los Elegidos,
generación tras generación. Luego se inventó la escritura y se comprobó que un
texto resultaba mucho más confiable para transmitir esa sabiduría, que fiarse
sólo de la memoria de los hombres. El rey Barsalnunna creyó conveniente,
entonces, modificar la transmisión oral por una escrita y él mismo plasmó sus
conocimientos en dos hojas. Parte de ese grandioso documento es lo que te
estuve mostrando. Sus palabras poseen una particularidad asombrosa: son fáciles
de descifrar, es decir de leer, por quien comprende de qué se trata el escrito,
pero son absolutamente herméticas e ilegibles para quien no está capacitado
para comprender. No todos pueden descifrar el enigma aunque también es muy
posible que haya quien lo entienda y no sea uno de los Elegidos; lo que suscita
un gran riesgo ya que éste es un conocimiento que confiere un gran poder. Y hay
quien no debe ser dueño del misterio pues lo emplearía para el mal.
"Barsalnunna escribió la revelación en
dos partes. Una, la que acabo de mostrarte, es la que guardo yo. Hay una
segunda hoja. Debemos recuperar esta segunda hoja que se halla en el templo de
la ciudad de Nippur.”
Martín, que había estado escuchando la
larga explicación con la boca entreabierta y aspecto desconcertado, tardó
algunos segundos en reaccionar.
–¿Debemos? –repitió la palabra sin mucho
convencimiento–. ¿Ciudad de Nippur? ¿Dónde queda eso? ¿Hojas de papel con
poderes? ¿De qué me estás hablando?
Gabur pareció no escuchar sus preguntas; tomando
el lápiz y el papel describió mientras dibujaba. Hablaba con gran entusiasmo,
rápidamente.
–El Tigris, el Éufrates, dos ríos
descendiendo de los montes de Armenia. Entre ellos, la Mesopotamia.
"En las tierras cercanas a la
desembocadura de los ríos se encuentran las ciudades de Kish, Uruk, Ur, Lagash,
Awan, Nippur... En este punto, la ciudad de Kish, reinó Barsalnunna, rey de la
primera dinastía de Kish; él era poseedor de la Sabiduría y del secreto de la
Existencia.
"El pueblo asentado en esta región es
el de los sumerios. Sumer está formado por estas ciudades, independientes,
soberanas, con reyes locales, aunque en general acatan la hegemonía del
soberano de Nippur. Nippur se encuentra aquí, a orillas del Éufrates. –Gabur
tomó aliento para continuar con voz serena y grave:– Los sumerios son hábiles
mercaderes, prácticos, diligentes pero también embusteros y peleadores.
Desarrollaron un código de derecho civil aún hoy admirado. Son buenos en la
arquitectura, en la construcción de canales de riego. La riqueza de las
ciudades depende de la agricultura.
"Barsalnunna escribió tres milenios
antes de Cristo el secreto del conocimiento absoluto y del sentido de la vida.
¿Me comprendes? –inquirió Gabur con vivacidad, sobresaltando al muchacho–.
¡Quién no ha buscado alguna vez saber ese secreto y responderse sobre el motivo
de su existencia! Pues bien, hace tanto tiempo ya que la humanidad posee estas
respuestas... Claro que no todos acceden a ellas; o no pueden comprenderlas
aunque se las digan o las lean. Pero la respuesta existe y es nuestra misión
lograr que llegue a quien la necesita. –Fue entonces cuando Gabur se puso de
pie–. Vamos –exclamó.
–¿A dónde? –replicó de inmediato el muchacho,
aferrándose a su silla con repentina inquietud.
–¿No has comprendido aún? –preguntó Gabur
con urgencia–. Nos vamos en busca de Ku-Baba, el sacerdote. Él nos entregará la
segunda hoja...
–¿Y a dónde iremos a buscar esa hoja?
–Te lo he dicho ya –suspiró pacientemente
Gabur–. Volveremos a donde comenzó toda esta historia. Nos vamos a Sumer.
CONTINUARÁ
Como escritora para niños y adolescentes, María Paz Pérez Calvo llega a un nivel de creatividad fantástica. Pone magia y alegría en sus libros y escritos, es un placer darle a los nietos sus libros que han sido galardonados en el exterior por el valor literario y moral. Felicitaciones a nuestra socia y secretaria. ¡Gracias como abuela!
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